El periodista Juan Diego Quesada México 21 JUN 2014 - 05:05, escribio para el El País de España este articulo que es parte de la realidad que viven los hondureños que se marchan a los Estados Unidos de Alerica.
En la sala
principal de un refugio situado en un barrio de la Ciudad de México hay 10 centroamericanos viendo el partido entre Honduras y Ecuador. Beben
coca colas de tres litros y comen patatas fritas. La estadística oficiosa de
este centro de apoyo a los inmigrantes señala que tres de los que están aquí
morirán o desaparecerán antes de llegar a Estados Unidos, otros tres serán
detenidos y solo cuatro lograrán cruzar la frontera. El Mundial de Brasil es un pequeño
respiro para los hombres y mujeres que en busca de una vida mejor se lanzan por
el corredor migratorio más transitado y peligroso del mundo.
Los hondureños que
pasan una temporada en el centro Tochán antes de emprender de nuevo la marcha se han enfundado la camiseta de su
selección. Si pierden esta tarde quedarán eliminados del campeonato. Algunos
son pesimistas con lo que está a punto de ocurrir sobre el césped pero suena el
himno, esas estrofas escritas para hinchar hasta los corazones que menos
bombean, y cualquier atisbo de duda se esfuma. El jugador Carlo Costly adelanta
a Honduras a la media hora de juego. "¡Ahí la llevan!", vocifera
Arlén José Navarro, un muchacho de 18 años.
Es la segunda vez
que ha hecho este viaje. Hace poco más de un año logró llegar a pueblecito de
Texas donde un granjero lo contrató como cortador de sandías. Una noche fue a
llamar a su familia a un Seven Eleven, un supermercado 24 horas. Lo vio una
patrulla de policía y lo detuvo. Fue deportado y tuvo que volver a su barrio.
Los pandilleros con los que tenía cuentas pendientes lo molestaron en las
noches, cuando sabían que "su ruca [madre]" no estaba. En ese tiempo
le dispararon dos veces en las piernas, unas marcas de las que queda rastro en
los gemelos. Arlén José inició de nuevo la marcha a principios de este año y
aquí está, otra vez, a mitad del camino. Está en una especie de limbo. No sabe
si caminar o estarse quieto. Avanzar o retroceder.
Esa indefinición
puede volver loco a cualquiera. El rapero salvadoreño Alberto Durán Ramírez
dice que por eso él trata de evadirse elaborando rimas. Ahora está escribiendo
una canción que se llama Fuera de la realidad. Empieza así: "La
sociedad de otro país te rechaza sin saber cuáles fueron los motivos que te
echan de tu casa". Mientras decide qué hacer, Alberto, de 17 años, se gana
en la calle unas monedas de gente a la que le gustan sus rimas.
El albergue está regentado por una madre y una hija. El angosto edificio tiene salón, cocina, dos cuartos para hombres, uno
para mujeres, un espacio para hacer la colada y una oficina. Las paredes están
decoradas con mensajes de unidad de pueblos y razas. Unas voluntarias
estadounidenses dibujaron en un muro a La Bestia, como se conoce a los
trenes de mercancías a los que suben los inmigrantes para llegar hasta su
destino. En ese trayecto a menudo son extorsionados por los carteles,
secuestrados y asesinados. Las mujeres intentan hacerse pasar por hombres para
evitar violaciones.
Empata Ecuador y las esperanzas de ver clasificarse a Honduras comienzan a diluirse. A
los centroamericanos les anulan dos goles. "El pinche árbitro principal
dice que era mano. El de la banda, que no. Llega un tercero y dice que sí. Un
desmadre. Pero no es gol", explica Arlén José sobre lo que estamos viendo
en televisión.
"Les
intentamos convencer de que no sigan con el viaje. Es muy peligroso",
cuenta la voluntaria Patricia Mortera, de 17 años. Su madre, la mexicana
Gabriela Hernández, decidió abrir el centro hace dos años. Tienen un cupo de 25
personas. En comunidad cocinan, limpian y ordenan la casa. En la cocina cuelga
un cartel: "No dejes que tus seres queridos vivan con la angustia de no
saber si estás vivo o muerto. Si puedes, comunícate con ellos".
El hondureño
Manuel de Jesús Gálvez Padilla cruzó a México aprovechando el
despiste de dos policías que habían abandonado la garita para fumar un
cigarrillo. Caminó a un lado de la carretera durante días hasta que unos chicos
en moto lo asaltaron. Le dispararon cuatro veces. Cuando relaja el gesto se
observa el surco en la piel que le dejó uno los balazos que le pasó rozando la
frente. Un centímetro más y estaría muerto. Gálvez fue portero en Urraco
Pueblo, su localidad natal, y ahí desarrolló buen paladar para el fútbol. Es el
mayor de los que está en la sala, tiene 54 años. Los muchachos ya se han
acostumbrado a sus discursos grandilocuentes sobre el sentido del viaje que han
emprendido. En mitad del partido comienza a hablar sobre el poder y el dinero
que ansían en esta aventura. Hasta que le cortan de raíz: "Manuel, brother,
queremos ver el fútbol. Relájese".
En el descanso ha
llegado otro par de hondureños que trabaja en la construcción. El
"patrón" no les dio salida hasta que cayó el sol. Ecuador se adelanta
poco después 2-1, el que a la postre será el
marcador final. Óscar Cabrera,
de 23 años, parece el más preocupado por el mal resultado de su selección. Fue
futbolista en las categorías inferiores del Marathón, un equipo de la ciudad de
San Pedro Sula. En 2007 metió 22 goles durante una temporada, su mejor
registro. No pudo hacer carrera de futbolista, en parte porque pasaba buena
parte del día amasando pan. Hoy está aquí vestido de chándal, con unas
alpargatas. Dispuesto a subirse al próximo tren que le prometa un mejor
porvenir. Dispuesto
a arriesgarlo todo.
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